Ya se habló aquí de que los españoles muchas veces nos comportamos como niños malcriados. Probablemente porque lo somos.
Tenemos derecho a invertir nuestros magros ahorros en una colección de cromos del Capitán Trueno, a un interés que triplica el de las sosainas cajas de ahorros. Después, cuando el timador de turno toma las de Villadiego, exigimos que el Estado (o sea, todos) nos devuelva lo invertido.
Junto a esa actitud insolente de creerse con derecho a hacer lo que a cada cual le dé la gana, unimos ahora la de pretender que se nos atienda con premura, sean cuales fueren las circunstancias, que para eso vivimos en un país democrático y pagamos nuestros impuestos.
Cae una impresionante nevada y todos queremos YA que una máquina quitanieves se coloque justo delante de nuestro automóvil y nos abra el paso que nosotros no le hemos abierto a ella. Pasa un par de veces cada año. Pero sigue sin darnos la gana de aprender a colocar las cadenas.
Traigo hoy otros dos ejemplos de ese comportamiento propio de adolescentes a los que nunca nadie les ha negado nada. Es decir, propio de adolescentes españoles.
Revolución en Egipto. 31 de enero.- Miles de personas de todas las nacionalidades colapsan la terminal del aeropuerto de El Cairo intentando regresar a sus respectivos países. Unos ciudadanos españoles se quejan amargamente de que llevan 24 horas atrapados sin poder salir de allí, y nadie de la embajada ha ido a interesarse por ellos. Turistas con espíritu aventurero cero. ¡Están en medio de la histórica primera revolución del siglo XXI y les parece una eternidad 24 horas! Desde luego, la paciencia no es una de nuestras virtudes. Les ocupará bastante más de ese tiempo contar a diestro y siniestro las batallitas de esas horas en un abarrotado aeropuerto internacional.
Catástrofe en Japón. 11 de marzo.- A las pocas horas de producirse la terrible tragedia, cuando la magnitud del terremoto y del tsunami impedía valorar las consecuencias, si bien se intuía que las víctimas se contarían por miles, un ciudadano español residente en aquel país llamaba a una emisora de radio española quejándose de que desde la embajada aún no se habían puesto en contacto con él. ¿Cómo podía el embajador asegurar públicamente que todos los españoles estaban bien si a él todavía no le habían llamado? Otra oyente lo corroboraba: llevaba toda la mañana intentando contactar con la embajada y... ¡no le cogían el teléfono!
Cuando era niño, al quejarnos porque no nos gustaba determinada comida, la abuela solía decir aquello de "tendríais que vivir una guerra para saber lo que es el hambre". No creo que nos lo deseara sinceramente, ni mucho menos.
Al escuchar estas protestas de las que hablo en este blog (y de las que el amable lector seguramente tiene colección), me acuerdo de la abuela.
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